Escribo estas líneas un caluroso día de junio en Madrid; todo aquel que haya pasado al menos un día de verano en esta ciudad sabe la tortura que supone salir a la calle pasadas las dos de la tarde: un asfalto tan caliente que se podrían incluso freír huevos en él, un aire tan irrespirable y pesado que se puede hasta cortar con un cuchillo y, además, un sol de justicia bajo el cual te achicharras vivo.
Y es que, digan lo que digan, no hay nada mejor que un
día de verano en Madrid para acordarse de todos los procesos de transmisión de
calor. El lector interesado puede observar, por ejemplo, la conducción de calor
entre el asfalto y el aire que está en contacto con él; también puede estudiar
la convección de este aire caliente, subiendo desde el asfalto, impactándole
(sin piedad alguna) en la cara, haciéndole sudar. En ambos casos, el calor se
transmite en un medio material: bien mediante el contacto entre los dos medios,
bien mediante la aparición de corrientes dentro del material en sí.
Por último, no podemos olvidarnos del Sol, y de cómo esta
inmensa bola de fuego es la responsable última de este calor (si se apagase,
aunque fuese por un rato, a la hora de la siesta…). Sin embargo –a diferencia
de los otros dos casos–, el calor del Sol no necesita de ningún tipo de medio
material para transmitirse (y hacer reventar el termómetro), sino que calienta
los objetos que tiene a su alrededor irradiándolos.
“Muy bien”, podrá decir el lector, “pero esta radiación,
¿de dónde sale? ¿Y qué tiene que ver con las transferencias de calor?”. Para
ello, me temo que es necesario hacer un pequeño viaje al mundo subatómico, para
tratar de explicar qué está ocurriendo ahí cuando hablamos de “transmisión de
calor”: sin más dilación, reduzcamos nuestra escala en un factor de mil
millones, a ver qué nos encontramos.
Una vez reducidos a esta escala, podemos fijarnos en los
átomos del material: pequeñas bolas que… ¡se mueven! No demasiado,
probablemente, pero parece que vibren alrededor de su posición de equilibrio:
es esta energía asociada a la vibración de los átomos la que generalmente
asociamos a escala macroscópica con la “temperatura” de un cuerpo. Con este
modelo, que un cuerpo esté “más caliente” que otro quiere decir que sus átomos
vibran más en comparación.
Esta imagen explica bastante bien los procesos de
transmisión de calor por conducción: imaginad que ponemos en contacto dos
cuerpos, uno muy caliente (átomos vibrando) y otro muy frío (átomos casi
quietos). Al ponerlos en contacto, los átomos en la superficie empezarán a
“colisionar” entre sí, intercambiando energía en el proceso: los átomos que
antes estaban quietos empezarán a moverse (se pondrán calientes), mientras que
los átomos que antes se agitaban furiosamente probablemente se agiten bastante
menos ahora (en otras palabras, se enfriarán): este proceso ocurrirá hasta que
ambos materiales se agiten con la misma intensidad (es decir, que tengan la
misma temperatura).
Para procesos de convección el mecanismo es bastante
similar: la principal diferencia en este caso proviene del hecho de que estos
procesos ocurren principalmente en fluidos, sustancias en las que los átomos
tienen una mayor libertad de movimiento. En el caso de fluidos, los cambios en
la temperatura suelen venir acompañados de cambios en la densidad, lo cual hace
que se produzcan corrientes para redistribuir el fluido en orden de densidades.
Estas corrientes mezclan regiones calientes (con átomos vibrantes) con regiones
frías (con átomos casi estáticos), las cuales se equilibran entre sí
posteriormente mediante procesos de conducción.
Por último, el modelo también es útil para explicar los
procesos de emisión de radiación: cuando un átomo vibra no lo hace con velocidad
constante, sino que sufre aceleraciones y deceleraciones constantemente: estas
aceleraciones afectan a todas las partículas que conforman el átomo, las cuales
tienen generalmente carga eléctrica (como el electrón y el protón). La teoría
electromagnética predice –sin entrar en mucho detalle– que una partícula
cargada que experimenta un movimiento acelerado emitirá radiación
electromagnética; los parámetros de dicha radiación (su intensidad y su
frecuencia) dependen del movimiento en sí: si la partícula vibra más, tanto la
intensidad de la radiación (es decir, cuánto calor emite) como su frecuencia
(es decir, en qué tipo de radiación electromagnética lo va a emitir) pueden
cambiar.
La radiación de las partículas cargadas, además, se
extiende por el espacio. Otra predicción —esta más intuitiva— de la teoría
electromagnética es que las partículas cargadas pueden interactuar con los
campos electromagnéticos que las rodean, intercambiando energía con ellos.
Esto, aplicado a nuestro caso, quiere decir que la energía liberada por una
partícula cargada (en forma de un campo electromagnético propagándose en el
espacio) puede ser reabsorbida por otras, las cuales no tienen por qué estar en
su entorno más cercano.
Por supuesto, también hay muchos otros procesos por los
que un material puede emitir y absorber radiación, la mayoría de ellos
asociados a transiciones electrónicas. Sin embargo, podemos intentar
imaginarnos un sistema en el que eliminamos cualquier otra fuente de radiación.
En este caso, la única fuente de radiación posible es la que hemos comentado
anteriormente: la proveniente del hecho de que las partículas cargadas se
agitan en el interior del material. Es a dicha radiación a la que nos referimos
como “radiación de cuerpo negro”.
Sin embargo, el origen del nombre “cuerpo negro” no
proviene precisamente de considerar un emisor térmico, sino de otra definición
que, a primera vista, no tiene nada que ver; como escribía Kirchoff en 1860
[1]:
La prueba que estoy
a punto de ofrecer de la ley anterior asume que se puedan imaginar cuerpos
tales que (para espesores despreciables) absorban completamente todos los rayos
incidentes, y no reflejen ni transmitan ninguno de ellos. A dichos cuerpos los
denominaré como “perfectamente negros” o, más brevemente, “cuerpos negros”.
Esta definición, aunque en apariencia antagónica, resulta
equivalente a la imagen que dimos anteriormente: un cuerpo que absorba toda la
energía de la radiación, sin reflejar ni transmitir nada, implica que no hay
procesos de radiación al margen de los térmicos. La energía de la radiación se
convierte, en última instancia, en energía cinética de los constituyentes del
cuerpo (si el material no sufre cambios en su estructura interna, por
supuesto). El incremento en la energía cinética produce una agitación más
intensa de las partículas, provocando una mayor cantidad de radiación térmica
liberada al entorno. Dicha radiación tiene dos propiedades características: su
dependencia exclusiva de la temperatura y su isotropía. La primera se refiere a
que la radiación solo depende de la temperatura a la que esté el cuerpo negro;
parámetros como su composición, su geometría, cualquier variable microscópica…
son irrelevantes: si conocemos la temperatura del cuerpo negro, conocemos su
patrón de emisión de radiación. Por otro lado, con “isotropía” nos referimos a
que el tipo de radiación que emite el cuerpo es idéntica en todas las
direcciones: da igual por dónde miremos, siempre encontraremos el mismo patrón
de emisión tanto en intensidad como en la distribución en frecuencias de la
luz.
Ambas propiedades se explican relativamente bien con
nuestro modelo: si un material tiene la misma temperatura en todos lados, la
energía cinética asociada a la agitación de las partículas tiene que ser la
misma en prácticamente todos lados. Como dijimos anteriormente, cada
temperatura tiene asociada una “energía cinética promedio” con la que se agitan
los cuerpos: como el patrón de radiación depende únicamente de la cantidad de
energía disponible de cara a que los componentes del material se agiten, el
patrón de radiación debe depender de la temperatura única y exclusivamente. Por
otra parte, este movimiento de agitación es aleatorio, y no tiene una dirección
privilegiada; por tanto, en promedio se emitirá radiación en todas las
direcciones posibles por igual, dando lugar al patrón isótropo de radiación que
comentábamos anteriormente.
Otra propiedad extraordinariamente interesante de la
radiación de cuerpo negro es su color: aunque parece de perogrullo preguntarse “¿de qué color es un cuerpo negro?”, lo
cierto es que el color de un cuerpo negro depende de la temperatura a la que
esté: si aumentamos su temperatura, empezaremos a ver que el material pasa de
negro a rojo, de rojo a amarillo, de amarillo a blanco y de blanco a… ¿azul?
¿Cómo que azul? La respuesta a esto, en el siguiente capítulo.
Notas:
[1] «The proof I am
about to give of the law above stated, rests on the supposition that bodies can
be imagined which, for infinitely small thicknesses, completely absorbs all
incident rays, and neither reflect nor transmit any. I shall call such bodies perfectly black, or, more briefly, black bodies». Extraído de “On the
relation between the radiating and absorbing powers of different bodies for
light and heat. The London, Edinburgh and Dublin philosophical magazine and
journal of science (Taylor & Francis) 20 (130)”
José Ramón
Martínez Saavedra
Magíster en Fotónica
Doctorando —
ICFO-Institut de Ciències Fotòniques
Nacido en Madrid en 1990. Estudiante de doctorado en el grupo de Nanofotónica Teórica del Instituto de Ciencias Fotónicas (ICFO) de Barcelona. Máster en Fotónica por la Universidad Politécnica de Cataluña, y Licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad Complutense de Madrid.
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