El “eureka” de Arquímedes es, con permiso de la manzana de Newton, el falso mito asociado a la ciencia más reconocible por todos nosotros. La imagen del joven matemático corriendo desnudo por la ciudad griega de Siracusa, con la falsa corona de oro del rey Hierón en la mano, es suficientemente sugerente como para dejar que la realidad estropee una buena historia. Dejando de lado la anécdota, la contribución de Arquímedes fue de tal importancia que cualquier estudiante de secundaria es capaz de recitar de memoria el principio de Arquímedes:
“la
fuerza de flotabilidad que aparece en un cuerpo sumergido es igual al peso del
volumen de fluido que el cuerpo desaloja”.
Enunciado
de esta manera es probable que nos preguntemos a nosotros mismos sí realmente
entendemos su significado. Afortunadamente, todos hemos experimentado esa
fuerza de flotabilidad de la que habla Arquímedes cuando nos bañamos en una
piscina o en el mar. Si recordamos el
esfuerzo que nos requiere levantar un objeto pesado en el agua e intentamos
repetir esa acción fuera de ella, nos daremos cuenta rápidamente que la
sensación de ligereza del primer ejercicio no se debía a nuestras duras sesiones
de gimnasio, sino a la ayuda que el fluido nos estaba prestando. Barcos,
submarinos, boyas y un largo etcétera explican su funcionamiento a través del
principio de Arquímedes.
A
pesar de no ser mencionado, el concepto fundamental que subyace implícitamente
en el enunciado del principio de Arquímedes es el de presión hidrostática. La
presión se define como una fuerza por unidad de superficie y tiene unidades de
Pascales o N/m2. Bajo un campo de presión constante, es posible
calcular la fuerza que esa presión ejerce sobre una superficie de área S
multiplicando el valor de la presión por S. Para campos de presiones variables,
el cálculo de la fuerza implica, generalmente, el uso del cálculo integral y
puede llegar a ser complicado en cuerpos con superficies irregulares.
Aunque
nos hayamos acostumbrado a ella y no la notemos, la presión forma parte de
nuestra vida diaria. Cuando caminamos por la calle y nos dirigimos a nuestros
quehaceres diarios, nos olvidamos que nos movemos en el interior de un fluido,
el aire. Al nivel del mar, cualquiera de nosotros siente una presión constante,
que conocemos como presión atmosférica, generada por el peso de la ancha capa
de aire que nos separa del espacio exterior. Si asumimos que el aire está
quieto, es posible calcular la magnitud de esa presión multiplicando la
densidad del aire (1.1 kg/m3 a 20 ºC) por la aceleración de la
gravedad (9.81 m/s2) y por la anchura de la atmósfera (unos 9.5 km,
aproximadamente) para obtener un número que se acerca a 101300 N/m2
o 1 atmósfera de presión. Cuanto mayor sea el espesor de la capa de aire o
mayor sea la densidad del aire, mayor será la presión que tenemos que soportar.
Lo contrario ocurre cuando disminuimos la densidad del aire o disminuye el
espesor de la capa de aire que tenemos sobre nosotros, como bien saben los
montañeros que sufren de “mal de altura” debido a la disminución de la presión
atmosférica al ascender por encima de los 4000 o 5000 metros. La densidad del
fluido es fundamental a la hora de determinar cómo cambia la presión. Como
acabamos de describir, para encontrar variaciones notables en la presión
atmosférica necesitamos variar la anchura de la capa de aire sobre nosotros en
cantidades cercanas al kilómetro. Eso no ocurre si estudiamos como cambia la
presión en el agua a medida que nos sumergimos en ella. Aunque los principios
que explican los cambios de presión son los mismos, el incremento de presión
con la profundidad es mucho más rápido en el agua debido a que su densidad r=1000 kg/m3 es casi 1000
veces superior a la densidad del aire r=1.1
kg/m3. Así, cada vez que nos sumergimos 10 metros en el mar, la
presión aumenta en aproximadamente una atmósfera [1].
Para
entender el principio de Arquímedes vamos a realizar un sencillo experimento
mental. Para ello vamos a sumergir, en agua, un cubo de Rubik. Este juguete, en
el que muchos hemos invertido muchas más horas de las que deberíamos en épocas
de exámenes, no es más que un prisma cuadrado con una longitud de lado “𝐿” conocida. Para estudiar en
qué consiste la fuerza de la flotabilidad, sumergimos el cubo en un fluido de
tal forma que dos de sus caras permanezcan paralelas a la superficie. Para
medir la profundidad a la que colocamos el cubo, situamos nuestro sistema de
referencia en la superficie de agua de forma que la profundidad la definimos
como la distancia vertical medida desde la superficie del agua hasta la cara
superior del cubo. Como ya hemos visto anteriormente, la presión aumenta a
medida que sumergimos el cubo a una mayor profundidad, de forma que si la
distancia entre la cara superior del cubo y la superficie del agua es “ℎ”, la presión a la que se ve sometida
esa cara del cubo será 𝑝 = 𝜌𝑔ℎ. Esa presión induce
una fuerza vertical 𝐹𝑠
= ― 𝜌𝑔ℎ𝐿², donde el signo negativo
indica que la fuerza tiende a desplazar el cubo hacia aguas más profundas. Si
repetimos el ejercicio sobre la cara inferior, la presión en esa cara será 𝑝 = 𝜌𝑔(ℎ + 𝐿) y la
fuerza asociada 𝐹𝑖=𝜌𝑔(ℎ
+ 𝐿)𝐿², en este caso con signo positivo porque esa
fuerza trata de desplazar al cubo hacia la superficie del fluido. Sumando ambas
fuerzas, obtenemos la fuerza vertical neta inducida por el campo de presiones
sobre nuestro cubo de Rubik para dar 𝐹
= 𝐹𝑠 + 𝐹𝑖 = 𝜌𝑔𝐿³,
magnitud positiva que representa el peso del volumen de agua desalojado por el
cubo, cuyo volumen es 𝐿³.
La
fuerza neta 𝐹 que
acabamos de calcular, conocida también como la fuerza de flotabilidad, es
independiente de la profundidad a la que coloquemos nuestro cubo y será siempre
la misma si el cubo está completamente sumergido. Obviamente, para saber si eso
va a ser así, tenemos que tener en cuenta que el cubo tiene un peso 𝑊. Si consideramos que el
material del que está hecho el cubo tiene una densidad 𝜌𝑐, su
peso lo podemos expresar como 𝑊
= ―𝜌𝑐𝑔𝐿³ donde
el signo negativo indica que la esa fuerza intenta desplazar al cubo hacia
profundidades mayores. Teniendo en cuenta que sobre el cubo únicamente actúan
estás dos fuerzas, la segunda ley de Newton nos permite determinar la dirección
hacia la cual se desplazará nuestro prisma en función del signo del resultado
de la suma de nuestras dos fuerzas 𝐹 + 𝑊 =(𝜌―𝜌𝑐)𝑔𝐿³:
1) Si la suma de las dos
fuerzas resulta ser idénticamente nula, nuestro cubo se encuentra en equilibrio
y se quedará, hasta el final de los tiempos, en la misma posición en la que lo
hemos colocado inicialmente. Esto ocurre únicamente si las densidades del
fluido y del cuerpo que hemos sumergido son idénticas 𝜌 = 𝜌𝑐.
2) Si la suma es positiva,
el resultado indicaría que la fuerza de flotabilidad 𝐹 es mayor que el peso y el
cubo se desplazaría hacia la superficie del agua, donde quedaría parcialmente
sumergido hasta que la fuerza de flotabilidad igualara al peso. Este caso
representa lo que ocurre con los barcos y lo analizaremos con más detalle un
poco más abajo.
3) Si la suma es negativa,
la fuerza de flotabilidad no es suficiente para compensar al peso del cubo y
éste se hundiría irremediablemente hasta llegar al fondo del mar.
El
caso número 2, en el que el cubo queda parcialmente sumergido en la superficie
del agua, podemos utilizarlo para entender por qué flotan los barcos. Claro,
hasta el momento ya sabemos que cuando el cubo se encuentra completamente
sumergido, la fuerza de flotabilidad 𝐹 se
calcula tal y como hemos indicado más arriba. Si la densidad del material del
que está hecho el cubo es más pequeña que la densidad del fluido en el que el
cubo está inmerso 𝜌 > 𝜌𝑐, el
cubo asciende hasta alcanzar la superficie donde permanece parcialmente
sumergido. Para obtener la proporción del cubo que queda bajo el agua solo
tenemos que igualar las dos fuerzas y obtener el volumen del cubo que debería
estar sumergido para que la fuerza de flotabilidad igual al peso, que resulta
ser (𝜌𝑐
/
𝜌)𝐿³< 𝐿³. Cuanto
mayor sea la densidad del fluido respecto a la densidad del cubo, menor será el
volumen del cubo que queda sumergido.
El
resultado que hemos obtenido anteriormente se puede generalizar para cuerpos
con geometrías más complejas que la del cubo de Rubik que hemos usado nosotros.
Es posible demostrar, con ayuda del cálculo integral y del teorema de Gauss,
que la fuerza de flotabilidad se puede expresar, de forma general, como 𝐹 = 𝜌𝑔𝑉, donde
𝑉 representan el volumen del
cuerpo que está sumergido en el fluido que consideremos. La construcción de
barcos, desde la antigüedad, se basa en esta idea. El diseño trata de
buscar minimizar el peso del barco,
usando para ello materiales lo más ligeros posibles, maximizando la flotabilidad
con un diseño apropiado del casco del barco. Obviamente, no es lo mismo el
diseño de un barco que se mueve a baja velocidad que uno pensado para
desplazamientos rápidos, donde el casco se eleva para disminuir la superficie
de contacto con el agua reduciendo, de esta forma, la resistencia que el
líquido presenta al desplazamiento del barco. En barcos lentos, como pueden ser
los barcos de transporte de mercancías, el buque navegando desplaza
prácticamente el mismo volumen de agua sumergida que en parado.
Una
de las aplicaciones más espectaculares del principio de Arquímedes es, sin
duda, el submarino. Concebido por Isaac Peral en 1884, el primer submarino
construido fue botado en 1888
consiguiendo, tras unos pocos ensayos, simular el ataque a un navío durante la
noche volviendo a puerto sin ser detectado. Unos años más tarde, su diseño fue
mejorado por John Phillip Holland sustituyendo las baterías que Peral instaló
como sistema de propulsión por un motor de combustión interna.
El
principio de funcionamiento del submarino es conceptualmente sencillo. Está
compuesto por un doble casco que forma una cámara que puede llenarse de aire o
agua en función de si se quiere que el submarino descienda o ascienda. Cuando
el submarino se encuentra en flotación, se introduce agua dentro de esa cámara
aumentando, así, su peso. Puesto que la flotabilidad depende del volumen del
casco interior, a medida que se llena de agua la cámara conseguimos un
desplazamiento controlado hacia aguas más profundas. Por el contrario, para
ascender, se vacía de agua la cámara formada por los dos cascos llenándola de
aire comprimido. Con esta sencilla maniobra, se consigue disminuir el peso y
aumentar la flotabilidad del submarino.
A medida que el submarino desciende a mayores profundidades, la presión que
debe soportar el casco es mayor. En el diseño de submarinos se define la máxima
profundidad de operación y la profundidad de colapso. La primera marca la
máxima profundidad a la que el submarino podría sumergirse para operación normal
mientras la segunda es la profundidad a la que el casco del submarino fallaría
por colapso estructural. Los submarinos atómicos modernos de la clase Seawolf
son capaces de alcanzar profundidades de operación de 490 metros [2] (47.4
atmósferas de presión) y profundidades de colapso de 730 metros (70 atmósferas
de presión).
En
el año 2012, el director de cine James Cameron descendió, con la ayuda de un
submarino especialmente diseñado para soportar altas presiones, hasta los 11000
metros de profundidad. El batiscafo que le protegía soportó cerca de 1064
atmósferas de presión.
De
forma rutinaria, ciertos mamíferos marinos alcanzan 1500 metros de profundidad
en busca de alimento. Como hemos aprendido anteriormente, el balance entre la
flotabilidad y el peso determina la profundidad a la que un cuerpo sumergido
encuentra el equilibrio. Por una razón u otra, peces y mamíferos marinos se ven
obligado a modificar la profundidad a la que nadan, acción que, en principio,
implicaría un esfuerzo muscular y un consumo de energía. Para entender este
hecho, recurro una vez más al ejemplo de la piscina para que el lector
experimente en su propio cuerpo el esfuerzo que es necesario realizar para
mantener la profundidad de inmersión. Claro, si no podemos cambiar nuestro peso
y no podemos modificar nuestra flotabilidad, la única manera de permanece
estacionarios a una distancia de la superficie es nadando, es decir, realizando
una fuerza que compense el exceso de peso, que nos llevaría al fondo, o de
flotabilidad, que nos llevaría a la superficie.
Los
peces y mamíferos marinos han desarrollado un órgano extraordinario que permite
modificar su densidad e igualarla a la del agua que les rodea para evitar
malgastar energía en mantener su profundidad. La vejiga natatoria es un órgano
de flotación con paredes flexibles, que se sitúa en la columna vertebral y que
permite modificar la densidad del pez introduciendo aire en ella cada vez que
acceden a la superficie del agua. Para modificar su densidad, expulsan poco a
poco el aire de la vejiga hasta llegar a la profundidad deseada. De esa manera,
solo es necesario hacer un esfuerzo muscular para regresar a la superficie del
agua, donde llenaría de nuevo su vejiga
para volver a sumergirse.
Notas:
[1]
Claro, como la densidad del agua es 𝜌=1000 kg/m³, para que la presión aumente en una
atmósfera, el espesor de la columna de agua sobre nosotros debe ser 𝑧 =
101300/(1000·9.8)
= 10.33 𝑚 .
[2] Federation of American
Scientists (8 December 1998). "Run Silent,
Run Deep". Military Analysis Network.
Retrieved 10 May 2010.
Mario Sánchez Sanz
Doctor
en Ingeniería Matemática
Profesor
Titular, Universidad Carlos III de Madrid
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