Si vamos a hablar de cristales, primero evitemos una confusión bastante habitual. Un cristal no es un vidrio. En castellano a menudo hablamos, incorrectamente, del cristal de la ventana. Deberíamos referirnos al vidrio de la ventana. Un cristal es un sólido donde los átomos, iones o moléculas están ordenados en su interior. Un vidrio es un sólido amorfo, desordenado, obtenido por el enfriamiento rápido de una mezcla de silicatos y otros componentes. Es una forma metaestable. Se trata de un líquido “congelado”. Cuando miramos un cristal nos sorprende, de forma inmediata, la existencia de caras planas, formando ángulos precisos, con aristas bien definidas. Sea cual sea el tamaño del cristal. Unas veces las veremos directamente y en otras necesitaremos una lupa, o un microscopio óptico, o incluso un microscopio electrónico. Observando estas morfologías, a veces espectacularmente bellas y perfectas, nace la Cristalografía. De hecho, el termino cristal proviene de la palabra krystallos con la que los griegos denominaban al hielo y a aquellos minerales transparentes, como el cristal de roca, que pensaban que se habían formado a partir del frio.
Si un cristal es un sólido ordenado, de este orden se deducen una serie de
propiedades. Un cristal es periódico (las unidades que lo componen se
distribuyen periódicamente en el espacio), es homogéneo (las propiedades de
la materia cristalina son idénticas en
cada una de sus partes), es anisótropo (las propiedades de la materia
cristalina varían con la dirección, como consecuencia de que la periodicidad en
el cristal no tiene porqué ser igual a lo largo de todas las direcciones), y es
simétrico (las unidades se distribuyen en el espacio siguiendo unos patrones
con un cierto contenido de simetría, que hace equivalentes átomos, iones, o
moléculas en el cristal).
¿Y dónde hay cristales? Pues casi en todas partes. Evidentemente es una
exageración, pero no tanto. Los cristales están en la base de que podamos
utilizar y beneficiarnos de muchas substancias y dispositivos que ayudan a
hacernos la vida mucho más agradable. Los cristales y su cristalización juegan
un papel muy importante en algunos alimentos como la sal común, el azúcar, la
manteca, la leche, los aceites, el chocolate. Son la base del desarrollo y la eficiencia
de muchos medicamentos que habitualmente tomamos para el dolor de cabeza, de
muelas, etc. y otras enfermedades mucho más complejas. Los pigmentos utilizados
desde la antigüedad, y también la cosmética moderna están relacionados con los
cristales. Muchos dispositivos electrónicos funcionan gracias a los cristales:
tenemos pantallas de televisión y monitores de ordenadores con cristales
líquidos, algunos relojes nos dan la hora de forma puntual gracias a alguna
propiedad de los cristales, algunos instrumentos médicos y sistemas de
transporte de electricidad se basan en materiales superconductores, y muchos
otros. Las conchas y caparazones de muchos animales, e incluso las de los
huevos son estructuras complejas y muy eficientes parcialmente cristalinas.
Nosotros llevamos cristales en los huesos y en el esmalte de los dientes. Si
tenemos la desgracia de necesitar una prótesis, muchas son cristalinas.
Mantenemos el equilibrio gracias a un pequeño cristalito situado en la parte
interna de nuestro oído. Y sentimos dolores muy agudos si también tenemos la
desgracia de sufrir de gota o cristalizamos en nuestro interior cálculos
renales o de otro tipo formando cristales que en unos casos martirizan nuestras
articulaciones y en otros son demasiado grandes para ser evacuados con
facilidad.
¿Y los cristales cómo se forman? Pues vamos a contemplar dos escenarios: en
la naturaleza y en el laboratorio. En la naturaleza pueden formarse por
evaporación del solvente en el que están disueltos los iones, por ejemplo el
agua de una laguna, por enfriamiento de un fluido fundido, por ejemplo durante
una erupción volcánica, por efecto de las altas temperaturas y presiones en el
interior de la Tierra, etc. Es evidente que no observamos siempre grandes
cristales y bien formados, más bien raramente. Lo normal es requerir de
instrumentos como la lupa o el microscopio para poderlos ver. Pero el tamaño no
importa. Sus características fundamentales son las mismas. También existen
cristales grandes, incluso gigantes. En algunas zonas mineras se extraen
ejemplares extraordinarios que después podemos admirar en los museos y en
algunas tiendas. Juan Manuel García-Ruíz ha descrito magistralmente algunos
casos espectaculares en una magnífica película que se puede visualizar por
Internet: El Misterio de los Cristales Gigantes. Se trata de los cristales de
yeso de Pulpí, en Almeria, de los de la mina de El Teniente en Chile, o de los
cristales gigantes de la mina de Naica, en México. En el laboratorio, imitando
a la naturaleza, los mecanismos de obtención de cristales también se basan en
la evaporación o enfriamiento lento de una solución, en el enfriamiento lento
de un fundido, en la sublimación de un sólido y condensación del vapor, en la
difusión a través de un medio poroso, y un largo etcétera. Según el material
que queramos cristalizar, y según el objetivo que persigamos. Para determinar
la estructura interna del cristal cada vez requerimos de cristales de menor
tamaño. Y el laboratorio que tenemos siempre más a mano es la cocina de nuestra
casa, y en la cocina seguro que tenemos sal común para aderezar nuestros
platos. La sal común que utilizamos habitualmente, es un polvo blanco que a
simple vista no sabríamos decir si está formado por cristales. Sin embargo, si
lo observamos con una lupa, nos aparecerán unos magníficos cristales en forma
de cubos, diminutos para que se disuelvan con rapidez, pero con una morfología
bien desarrollada. La sal común, químicamente cloruro sódico, cristaliza en el
sistema cúbico, y da lugar a cubos con los tres lados iguales y los ángulos de
90° entre las tres direcciones fundamentales. Esos cubos son el reflejo del
ordenamiento exacto de los iones de sodio y de cloro, alternados para compensar
sus cargas eléctricas, en una red cúbica limitada por las caras. La sal común
puede proceder de una mina de sal o, más habitualmente, de la evaporación del
agua de mar en salinas que todos hemos visto alguna vez.
Hagamos un ejercicio. Ya que estamos en la cocina, cojamos un recipiente y
vertamos en él una o dos tazas pequeñas de agua del grifo. Ahora calentemos esa
agua en el fuego y echemos un poco de sal removiendo para favorecer su
disolución. Al principio, la sal se disuelve rápidamente. Si continuamos
añadiendo sal al agua, cada vez se disolverá más lentamente a pesar de que la
temperatura aumenta su solubilidad. Cuando veamos que ya no se disuelve más,
paramos. Hemos obtenido una solución saturada de cloruro sódico en agua. Cada
substancia tiene lo que denominamos una curva de solubilidad que determina la
cantidad que puede disolverse a una temperatura dada. Podíamos haber buscado la
curva de solubilidad del cloruro
sódico en Internet y hubiéramos
sabido la cantidad de sal a utilizar para una cantidad determinada de agua a la
temperatura que mediríamos con un termómetro. Nosotros hemos trabajado
empíricamente, pero llegamos a un resultado final suficiente para nuestros
propósitos. Ahora retiremos el recipiente del fuego, pongámoslo en un lugar
resguardado de cambios bruscos de temperatura, tapémoslo mínimamente para que
no caiga polvo y dejémoslo en reposo. Al cabo de horas o días, según la
cantidad utilizada, veremos que se han formado cubos de sal común en mayor o
menor cantidad (figura 1). No es magia. Es pura Cristalografía. La solución,
con el tiempo, se ha enfriado y ha ido evaporando el solvente. Se ha
sobresaturado. Ha llegado a una concentración en la que se han formado primero
núcleos de sal invisibles a simple vista y esos núcleos han ido creciendo
paulatinamente. Se trata del fenómeno de nucleación y crecimiento en el que se
basa el crecimiento cristalino. Observarlo en una lupa o en un microscopio es
una maravilla y una bella sorpresa para la mayoría. Evidentemente, no vamos a
estar días pegados al microscopio, pero podemos grabarlo y observarlo posteriormente.
O podemos trabajar con una sola gota con lo que el proceso será rápido aunque
se formaran muy pocos cristales.
Figura 1. Cristales de Cloruro Sódico (sal común) observados con una lupa. Se ve perfectamente la simetría cúbica. En algunos de ellos también quedan marcadas las líneas de crecimiento.
Pero si en nuestra cocina tenemos también una sal que se denomina sal
Maldon y la observamos con la lupa, no veremos cubos. Veremos pirámides. Muy
bellas. Con las líneas de crecimiento muy bien marcadas y huecas por dentro al
haber crecido muy rápidamente las aristas. Pero habíamos dicho que el cloruro
sódico es cúbico. Efectivamente, pero
ello no significa que los cristales cúbicos cristalicen siempre en forma de
cubos. También pueden desarrollarse caras de octaedro, de tetraedro, etc. Cada
substancia tiende a desarrollar una morfología de equilibrio en función de su
estructura interna que, sin entrar en detalles depende de las direcciones de
enlaces fuertes, que en el caso del cloruro sódico es el cubo. Pero variando
las condiciones experimentales de crecimiento o añadiendo cantidades y tipos de
impurezas podemos variar la morfología del cristal parcial o totalmente.
Por ejemplo, con la sal común si utilizamos formamida en lugar de agua,
obtendremos octaedros de sal. Si hemos hablado de las salinas, igual recordamos
que no siempre se ven las balsas de evaporación de color blanco. Algunas de
ellas las veremos coloreadas y de colores diferentes según la zona geográfica.
Ello es debido a la presencia de diferentes sales presentes en el agua. De
forma análoga, las industrias de la sal trabajan constantemente para incorporar
otros elementos que puedan proporcionarnos algún efecto beneficioso para
nuestra salud o placentero para nuestro paladar. Es cierto que no deberíamos
abusar de la sal, sobre todo algunos de nosotros propensos a algunas
enfermedades. Por ello se trabaja también para reducir la cuota de sal que
tomamos sin disminuir la sensación de que estamos tomando sal. El incremento de
la superficie específica de los cristales de sal va en esta dirección y ello
depende en gran medida de los métodos de cristalización que bien controlados y
basados en conceptos científicos pueden favorecer la formación de láminas,
pirámides, esferas huecas, etc.
El estudio o la descripción de un cristal lo podemos abordar a dos niveles:
macroscópico y microscópico. Los dos estrechamente relacionados. El orden de
los átomos, iones o moléculas en el interior del cristal es la causa de que los
cristales formen poliedros regulares más o menos bien formados a escala
macroscópica. Dicho de otra manera, las formas externas de los cristales son el
efecto de su orden interno. La simetría macroscópica es una simetría finita, ya
que los poliedros cristalinos son figuras finitas, y el número de operaciones
de simetría que los describen también es finito. En cambio, la simetría
microscópica es infinita ya que la distribución de átomos, iones o moléculas en
el interior del cristal se puede considerar infinita, aunque limitada por las
caras. El interior del cristal se describe a la escala del Angstrom. Recordemos
que un metro son 1010 Å, es decir, diez mil millones de Angstroms.
Inicialmente, y hasta el año 1912 en el que se descubre la difracción de rayos
X, que abre las puertas a la posibilidad de determinar la estructura interna de
los cristales, a partir de su observación macroscópica y de algunas pocas
propiedades mesurables con instrumentos rudimentarios tan solo se podían
establecer hipótesis sobre su interior, aunque muchas de ellas fueron
corroboradas posteriormente. Fue necesario reinventar la noción de átomo, y
después introducir la de molécula, para poder comenzar a introducir la noción
de que en el interior del cristal hay una pequeña parte que se repite periódicamente
en las tres direcciones del espacio y que nos describe el conjunto del cristal.
La estructura interna del cloruro sódico nos muestra el ordenamiento preciso de
los iones de sodio y de cloro en las tres direcciones del espacio que adoptan una
simetría cúbica, con vectores de periodicidad de módulos idénticos en las tres
direcciones y formando ángulos rectos entre ellos (figura 2). Este ordenamiento
interno se traduce en los cubos de sal común que observamos macroscópicamente.
Una substancia cristalina tiene una estructura interna determinada y esta se
traduce en una forma externa acorde con ella.
Figura 2. Estructura cristalina del cloruro sódico (sal común). Las esferas violetas representan iones de cloro y los verdes iones de sodio.
Este orden interno, microscópico, comporta un cierto contenido de simetría.
Aquí hablaremos de simetría microscópica, de simetría espacial, de simetría
infinita. Dada la escala a la que nos situamos, el cristal puede considerarse
como un universo infinito, limitado por las caras. Las operaciones de simetría
hacen equivalentes átomos, iones o moléculas. Son las mismas operaciones que
hemos descrito en la simetría macroscópica, y algunas más: la translación, que
asociada a la reflexión da lugar a los planos de deslizamiento, y asociada a la
rotación a los ejes helicoidales.
También aquí el conjunto de elementos de simetría que describen el interior
de un cristal forman un grupo de operaciones en el sentido matemático del
término. En dos dimensiones son 17. Es la simetría presente en cualquier dibujo
u ornamentación que pretenda llenar todo el plano a partir de un motivo
repetido periódicamente por dos translaciones (la mayor parte de papeles
pintados que decoran las paredes de las habitaciones, la ornamentación de las
paredes y pavimentos en la arquitectura mudéjar de Aragón o de la Alhambra de
Granada, o de Los Reales Alcázares de Sevilla, los pavimentos de muchas aceras
de nuestras ciudades. En tres dimensiones son 230 los grupos de operaciones de
simetría espacial o de simetría infinita. Si introducimos diferencias de color
(simetría poli cromática) los grupos aumentan a 1651 en simetría dicromática.
Cada uno de estos grupos de operaciones de simetría espacial es el resultado de
combinar una red de puntos, que representa la distribución periódica de los
átomos, iones o moléculas en el interior del cristal, con el conjunto de
operaciones de simetría que representan las equivalencias entre los átomos,
iones o moléculas en el espacio. En dos dimensiones consideramos cinco redes
planas en función de la simetría que pueden contener, y en tres dimensiones son
14. En todos los casos la geometría de la red queda configurada por la simetría
que puede contener.
La
forma de los cristales depende de la velocidad relativa de crecimiento de las
diferentes caras. Aquellas que tienen una velocidad de crecimiento más baja
serán las que tenderán a predominar en la forma cristalina. Las de velocidades
superiores tienden a desaparecer. Las velocidades de crecimiento de las caras
dependen de la distribución espacial de las unidades de crecimiento en el
interior del cristal. Esta distribución es una consecuencia de las fuerzas de
atracción y de la distribución de las fuerzas de enlace entre las unidades
estructurales en cada cara. La forma externa del cristal no deja de ser una
buena indicación de la distribución simétrica de las unidades estructurales en
su interior.
Cuando
observamos un cristal que durante el proceso de crecimiento haya desarrollado
sus caras suficientemente, podemos apreciar que algunas de estas caras son
exactamente idénticas las unas a las otras después de efectuar algunos
movimientos en el espacio. Es lo que denominamos una operación de simetría.
Cada poliedro tiene unos elementos de simetría característicos que lo describen
y que permiten su clasificación. El conjunto de elementos de simetría de un
poliedro forman un grupo de operaciones en el sentido matemático del término.
Como todos los elementos de simetría de un poliedro cristalino se intersectan
en un punto (su centro), hablamos de grupo puntual de simetría. Las operaciones
de simetría son pocas: rotación, reflexión, inversión, y rotación seguida de
inversión. Todas estas operaciones de simetría, que aquí aplicamos al cristal,
no dejan de ser las mismas que podemos aplicar a los objetos que nos rodean.
Por ejemplo, una mesa de comedor rectangular presenta dos planos de reflexión
perpendiculares entre sí, i un eje de rotación de 180° en la intersección de
los planos. Si la mesa es cuadrada, el ángulo de rotación del eje será de 90°.
Muchos edificios los podemos dividir en dos mitades exactamente idénticas por
un plano de reflexión.
¿Y
por qué los cristales adoptan siempre determinadas formas? Porque la forma
externa de un cristal refleja la simetría del grupo puntual. Los cristales
están formados por una o varias formas cristalinas, todas ellas
correspondientes al grupo puntual del cristal. Una forma cristalina es el
conjunto de caras relacionadas entre ellas por la simetría del grupo puntual.
La estructura interna del cristal induce un hábito característico de la forma
externa cristalina. Las unidades estructurales del cristal pueden estar
distribuidas de forma similar en las tres direcciones del espacio (habito
isométrico), estar distribuidas de forma bidimensional (hábito laminar), tener
una dimensión más desarrollada que las otras dos (hábito prismático), o estar
distribuidas prácticamente según una dimensión (hábito acicular), como puede
verse en la Figura 3.
Figura 3: Diferentes hábitos cristalinos.
Además,
durante el proceso de crecimiento (en la naturaleza o en el laboratorio), los
cristales pueden dar lugar a maclas, que son asociaciones de cristales
siguiendo una cierta ley de simetría. Como, por ejemplo, la macla de contacto
de la albita, la macla de rotación de la ortoclasa, la macla de
interpenetración de la fluorita, la macla cíclica del aragonito, etc.
Miquel
Àngel Cuevas-Diarte
Laura
Bayés
Teresa
Calvet
Doctores en Cristalografía
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