Todos alguna vez hemos escrutado la línea del horizonte, aguzando la vista para encontrar un atisbo de tierra o el final de los océanos. A lo largo de la historia, desde el más tenaz de los conquistadores hasta el individuo que da un paseo desinteresado por la costa, se ha preguntado por los bordes de la gran masa de agua. <Más allá hay dragones>, decían unos. <Es un abismo sin límite>, aseguraban otros. Las playas siempre han sido un escenario evocador.
Con la misma naturalidad hemos levantado la mirada hacia los cielos. Si bien es cierto que lidiar con la incertidumbre no es tarea fácil, el misterio siempre ha tenido un atractivo intrínseco al ser humano; curiosidad, afán de conocimiento –si se prefiere–; muchos de nosotros nos hemos preguntado alguna vez: ¿el universo tiene borde?
Al pensar en los confines del cosmos uno se puede imaginar en su busca, avanzando incesantemente en una nave a través del espacio. Este experimento mental permite plantear la idea de que, en algún momento, se acabarán los planetas, las estrellas, el polvo y todo lo demás. Que nos enfrentaremos a un vacío oscuro que aguarda alguna extraña deformación del tejido espaciotemporal, donde todo se acabe. A priori parece razonable, sobre todo después de escuchar a los expertos decir que lo más probable es que el universo sea plano.
Estamos ante un error conceptual que numerosas veces hace desistir al interesado. A menudo se dice que el universo es plano (geometría euclídea), esférico o con la forma de una silla de montar a caballo (geometría hiperbólica). Estas ideas generan confusión, porque uno se imagina el cosmos, por ejemplo, como la base de una pizza colosal o con la forma de una gran sandía. Sin embargo, cuando se citan esas tres posibilidades se está haciendo referencia a la geometría del tejido del universo en un entorno local, no a su morfología como un objeto único.
En el escenario local, una ciudad puede considerarse plana. Pero si pensamos en todo un continente, la curvatura de la Tierra empieza a manifestarse. En la ciudad, la suma de los ángulos de un triángulo siempre será 180º. En cambio, si trazamos el triángulo sobre el globo terrestre, la suma de sus ángulos será superior. Y si lo trazamos después sobre una silla de montar, veremos que es inferior.
Algo parecido sucede con el tejido del cosmos. No se trata de lo inmenso que sea el dibujo de nuestro triángulo, sino de comprender que el espaciotiempo es un tejido que se deforma con la presencia de masa, y la curvatura ya no se produce sobre la superficie terrestre, sino en tres dimensiones espaciales y una temporal, algo un poco más complejo de imaginar, pero todavía intuitivo. En cualquier caso este tejido, mayoritariamente, presenta una geometría cercana a la euclídea. Esto significa que los triángulos que pintemos con una brocha sideral sumarán típicamente 180º, salvando algunas pequeñas deformaciones ocasionadas por la materia –de hecho, si uno observa con cuidado, descubrirá que nuestra ciudad también presenta algún que otro desnivel–.
Además, pensando a grandes escalas, el universo es homogéneo e isótropo –éste es el llamado principio cosmológico–. Homogéneo porque al comparar dos fragmentos cualesquiera, eso sí, lo suficientemente grandes, presentan un aspecto similar; con cúmulos de galaxias y filamentos que conectan tales estructuras. E isótropo porque podemos mirar en direcciones arbitrarias y también presentará un aspecto similar.
Para ilustrarlo de forma más mundana, solo hay que pensar en que desde cualquier posición en la superficie de la Tierra podemos mirar hacia la profundidad del cosmos, sin que encontremos un lugar preferido para capturar la luz –excepto, por supuesto, aquellos espacios más despejados donde situar los telescopios–. El universo se nos presentará, aproximadamente, con el mismo aspecto en todas direcciones. Se mire como se mire, ahí estarán los cúmulos y los súper cúmulos; ya sean de polvo, de estrellas o de galaxias.
Y nosotros los observamos porque atrapamos sus partículas de luz –fotones– con los telescopios. Y es de esa luz de donde extraemos la información más variada, desde la composición química de un astro concreto hasta el alejamiento acelerado de una galaxia respecto a la nuestra.
De hecho, mirar hacia el universo profundo se traduce en capturar la luz más antigua que nos llega: el fondo cósmico de microondas, la radiación que se liberó hace cerca de 14 mil millones de años, poco después de la gran explosión que marcó el inicio de los tiempos, el Big Bang.
El universo a escala logarítmica. Imagen creada por el artista Pablo Carlos Budassi como regalo de cumpleaños para su hijo, a partir de imágenes de la Nasa y mapas de la Universidad de Princeton.
Así, desde cualquier punto del globo terrestre, tendremos un límite visible al mirar hacia el espacio, un límite que en términos de distancia alcanza esos 14 mil millones de años luz. Pero siempre será el mismo, observemos desde España o desde las Islas Seychelles. Esta distancia define el radio del universo observable, que por extensión supone un horizonte observable que encierra la porción del cosmos que somos capaces de apreciar.
Hasta aquí tenemos frente a nosotros el borde del universo observable, situado a unos 14 mil millones de años luz apuntando en todas direcciones. Sin embargo, no podemos ignorar el hecho de que estamos mirando constantemente hacia el pasado, pues los fotones ancestrales que nos llegan provienen desde casi el principio de los tiempos. Quizá este borde no satisfaga al lector, al fin y al cabo, ¿podemos sentirnos aún contenidos en la piel del bebé que fuimos?
Para no perder la cordura, parece razonable retomar nuestro experimento mental y volver a surcar el espacio en nuestra intrépida expedición. Comprobaremos, una vez en marcha, que nuestro reloj de bolsillo no dejará de hacer <tic tac>: la flecha del tiempo siempre apunta hacia adelante. De este modo escaparemos del sistema solar, atravesaremos otros sistemas planetarios, también los confines de nuestra galaxia y los cúmulos globulares que la orbitan. Y todos estos objetos continuarán envejeciendo a nuestro alrededor, cada uno a su propio ritmo, con el devenir de un <tic tac> diferente –pero esto ya es otra historia–. ¿Nos encontraremos, entonces, con algún tope si viajamos a través del espacio indefinidamente?
Para tropezar con esa frontera debemos superar la velocidad de la luz y así poder abarcar una visión más allá del universo observable, porque precisamente esa es nuestra limitación: no podemos acceder a las partes del universo cuya distancia es tan prolongada que la luz no ha tenido tiempo suficiente para llegar hasta nosotros. Dadas tales complicaciones, no habrá más remedio que abortar nuestra misión por cuestiones técnicas. No obstante, al margen de esa restricción física, ¿quién nos impide tratar de deducirlo de manera teórica? Al menos –de momento– se pueden garabatear algunas soluciones interesantes sobre el papel e imaginarlas de forma conceptual en nuestras mentes.
Pensemos entonces, en la recta final de este ejercicio abstracto, en la geometría global del universo, que abarca tanto el fragmento observable así como todo lo demás.
Tratamos de dibujar el espacio métrico que ocupa el cosmos, la forma de su recipiente. Es aquí cuando debemos hacer el mayor esfuerzo y empujar nuestras mentes hacia el cambio de paradigma que supuso la relatividad general. Porque ya no podemos considerar al universo como un ente estático que podamos medir. Porque el tiempo transcurre. Y lo hace de forma distinta en las diversas partes. La cuestión, por tanto, no solo concierne al cómo es, sino también al cuándo lo ha sido, y por ello nuestro empeño por congelarlo para poder sacar la escuadra y el cartabón no es más que pura testarudez. Obstinación. Resistencia a entender que el tiempo fluye a distintas velocidades y que la sustancia espaciotemporal es solo una. No hay tiempo sin el espacio que le corresponde, ni espacio para el que no le es propio un tiempo.
Pese a todo ello, y para no defraudar al lector, puede quedarse con la idea de que, en realidad, no sabemos si el universo se extiende indefinidamente o si está contenido en un espacio métrico limitado. En el primer caso, tendríamos infinitos caminos que seguir con nuestra nave, como en el plano euclidiano. En el segundo caso, el confinado o compacto, podríamos descubrir, con gran sorpresa, que siguiendo un camino llegásemos al punto de partida, como sucede con las geodésicas de una esfera. «No se sabe la forma absoluta del universo», podría decir tranquilo, sin verse demasiado alejado de su zona de confort y acariciando en su bolsillo el reloj familiar; con el capricho de que el <tic tac> sea unívoco en cada recoveco cósmico.
Sin embargo, lo inquietante de todo este asunto es que preguntarse por la forma del universo, muy posiblemente, sea un sinsentido. Porque la forma, ¿la forma, cuándo?
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