El primero fue en
una playa. Estábamos de pie, en la arena, cuando un contacto de labios lo
detuvo todo. Una ola, a punto de romper en la orilla, quedó congelada detrás de
nosotros. Paró también el viento, dejando su larga melena ondeando y quieta
como aquella bandera ondulada en la luna. En la boca, una lengua cálida y un
sabor nuevo, intenso, abrasador. Escuché una melodía de violines y sentí unas
mariposas revoloteando en el estómago. Entonces abrí los ojos y respiré. Vi
frente a mí una sonrisa, y no supe si habían pasado diez segundos o diez horas.
Así fue el primer beso. Uno de esos momentos que uno recuerda con nitidez,
como el nacimiento de los hijos y otros instantes únicos. Evocamos con
facilidad dónde nos encontrábamos, con quién, qué ropa llevábamos. Si hacía calor
o frío, el olor del lugar, y, por supuesto, la música ambiental (o los violines
sonando en mi cabeza). El primer beso, en general cualquier recuerdo duradero,
queda grabado en la memoria como si fuera un DVD que podamos luego reproducir a
voluntad para recuperarlo (¿intacto?).
El paralelismo entre memoria y música nos puede ayudar mucho a entender
cómo se las arregla el cerebro para almacenar los recuerdos. Ambos, memoria y
música, tienen una base física. Si bien la música surge por las vibraciones de
las moléculas del aire, los recuerdos, por su parte, se deben a cascadas de
interacciones moleculares y flujos de átomos que tienen lugar en el interior
del cerebro.
De hecho, el cerebro es una especie de orquesta. Una orquesta que utiliza
un lenguaje propio y cuyos instrumentos son las neuronas, unas células que,
cuando recordamos algo, no solo disparan ráfagas de impulsos nerviosos, sino
que lo hacen de forma coordinada, miles de neuronas al mismo tiempo, como
virtuosos músicos que ejecutan con precisión una partitura.
De esta forma, cada recuerdo es una especie de melodía. Una melodía única
que, como toda sinfonía, tiene su propia partitura. Para cada memoria, el
cerebro almacena un registro, a modo de archivo, para su consulta posterior. A
cada memoria le corresponde un pentagrama que se guarda de forma dispersa en
muchos lugares del cerebro, dentro de miles de neuronas que almacenan un trozo
cada una. Cada neurona guarda y representa un matiz único, un aspecto diferente
del recuerdo, así como cada instrumento de la orquesta lee una partitura
distinta de la sinfonía. Y dentro de las neuronas, un conjunto de moléculas
afina sus ráfagas de actividad, como se afinan los instrumentos de la orquesta.
Una afinación que no solo sintoniza las neuronas sino que es la base material
misma de la memoria.
El cerebro, el órgano donde residen los recuerdos, está hecho de células
que a su vez están hechas de moléculas. Por eso mismo, la duración de los
recuerdos plantea un auténtico rompecabezas biológico [1]. Por seguridad, para
evitar que acumulen errores peligrosos como un coche viejo, casi todas las
moléculas son destruidas pocas horas o días después de fabricarse. Sin embargo,
los recuerdos duran años o, el del primer beso, toda la vida. ¿Cómo son capaces
entonces las moléculas y neuronas del cerebro de almacenar los recuerdos?
1.1 La
partitura (la traza de memoria)
Ya en su mitología,
los griegos describieron la memoria como un proceso de inscripción. Mnemea, la
musa de la memoria (también de la plasmación o la creación), aparece en obras
de arte como una muchacha escribiendo. La joven apoya un estilete en su
barbilla, intentando recordar lo que piensa para escribirlo en un rollo de
papiro.
Inspirándose en esta idea, un zoólogo alemán llamado Richard Wolfgang Semon
(1859-1918) conjeturó ya en el siglo XIX que la base cerebral de la memoria
debía ser alguna forma de “traza” [2]. Se refería a un “registro permanente,
escrito o grabado sobre la sustancia irritable” (el cerebro). 150 años después,
sabemos que la traza de memoria está hecha en realidad de una variedad de
componentes químicos y físicos.
En el cerebro, como en toda orquesta, hay un director que compone las
partituras. Y también un vasto escenario con miles de instrumentos, cada uno
con una función determinada. Hay regiones cerebrales dedicadas a codificar en
el lenguaje neuronal cada parámetro del mundo sensorial, así como regiones
dedicadas a enviar órdenes a los músculos para movernos. Hay neuronas que
responden y representan conceptos, lugares en el espacio y formas geométricas;
y neuronas cuya activación causa movimientos, miedo, satisfacción, bienestar, y
otros procesos neurológicos.
El cerebro es una orquesta muy especial porque, constantemente, escribe y
reproduce su música. Una música con la que representa internamente, como una
especie de código cerebral, aquello que vivimos. (En realidad, aquello que
interpretamos que vivimos). En cierto sentido, el compositor que hay en el
cerebro anota en un diario nuestras vivencias (o aquello que interpretamos de
nuestras vivencias), pero en vez de textos y fotos, el compositor escribe
partituras. La memoria es ese diario que contiene todas las partituras de
nuestra vida.
Solo que en el cerebro, no hay papel sino neuronas. Neuronas que son a la
vez los instrumentos que ejecutan las sinfonías y el sustrato material del
diario donde se escribe la partitura de la memoria.
1.2 El
compositor (el hipocampo)
Sabemos por Henry
Molaison (1926-2008), seguramente el paciente más conocido en la historia de la
investigación de la memoria, que cada componente de la orquesta está situado en
una región particular del cerebro. A los 27 años, a partir de una operación
quirúrgica en la que quedaron lesionadas varias regiones de su cerebro,
especialmente una zona llamada hipocampo, Molaison perdió la capacidad de
formar memorias duraderas. Resultó extraordinario que el problema afectara solo
a un tipo concreto de memoria: las memorias episódicas (los recuerdos de
momentos, lugares, personas). Durante décadas, Molaison vivió atrapado en el
pasado y un presente efímero. Todo se desvanecía en su mente en pocos segundos:
desconocía qué estaba haciendo, con quién hablaba, o si había almorzado [3].
Pero los recuerdos anteriores a la operación, también el de su primer beso,
permanecieron intactos en otras regiones del cerebro. Gracias a Molaison,
sabemos que el hipocampo es el compositor que escribe las partituras, pero el
papel donde quedan grabadas las memorias son neuronas en otros lugares del
cerebro. La biblioteca donde quedan archivados los recuerdos es la capa más
externa del cerebro, la corteza cerebral [4].
Dentro de las neuronas, las trazas de memoria se guardan principalmente en
las sinapsis (unas regiones con forma de botón abombado por donde las distintas
neuronas se comunican entre sí). Así lo pensó por primera vez hace más de 100
años Santiago Ramón y Cajal [5], el primer español en recibir un Premio Nobel
en una disciplina científica. Cajal acertó en su intuición, aun sin poder
demostrar empíricamente que las sinapsis existían – eso ocurrió décadas más
tarde. Hoy sabemos que cada neurona en la corteza cerebral humana conecta
10.000 veces con otras neuronas, configurando una enorme cantidad de redes
neuronales susceptibles de almacenar recuerdos. Probablemente, el cerebro es la
orquesta más grande del mundo.
Como si afinaran las distintas cuerdas de una guitarra o los distintos
engranajes de cada instrumento de una orquesta, las neuronas almacenan memoria
ajustando sus conexiones, ya sea potenciándolas o debilitándolas. De esa forma,
pensó el psicólogo canadiense Donald Hebb (1904-1985) a mediados del siglo XX,
las neuronas podrían establecer lazos de realimentación y mantener una
actividad reverberante. Esa sería la base cerebral de la memoria, según Hebb,
una idea que también tardarían años los científicos en demostrar empíricamente.
Hebb planteó su idea con un ejemplo concreto de aprendizaje: el
condicionamiento de Pávlov (el de los perros que salivan al oír una campana), y
un modelo minimalista con dos neuronas [6]. Hebb imaginó lo que debía suceder
en el interior del cerebro de Tungus, una especie de pastor alemán y uno de los
50 perros que Pávlov estudió, cuando aprendía el condicionamiento del reflejo
de la salivación. Al principio, la neurona S, que representa y desencadena la
salivación y por ello dispara (uno o varios impulsos nerviosos) cuando Tungus
ve comida, está desconectada de la neurona C, que representa el sonido y
dispara cuando el perro oye una campana. Por tanto, la neurona S y la neurona C
no pueden inicialmente sincronizarse. Pero si la comida y la campana son
mostradas a la vez varias veces, sucede algo crucial: como resultado del
disparo simultáneo, ambas neuronas refuerzan sus conexiones. Así, cuando más
tarde la neurona C sea activada (porque suene la campana), C activará a S y
Tungus salivará. En el cerebro de Tungus, se habrá escrito entonces una
partitura en su diario de recuerdos.
1.3 La tinta
(moléculas que perduran)
Salvador Dalí pintó
su cuadro más famoso, la persistencia de la memoria, inspirándose en su tierra
natal. Sobre un paisaje del Alto Ampurdán (Gerona), en el centro del lienzo
pintó unos relojes deformados – él los llamó relojes blandos-, para expresar
una voluntad de trascendencia, un deseo de perdurar en el tiempo más allá de su
propia muerte. Dalí pintó el cuadro en 1931, mucho antes de que los científicos
descubrieran que es precisamente la capacidad de perdurar en el tiempo, más
allá de los límites temporales convencionales, la característica fundamental de
las moléculas que en el cerebro sostienen los recuerdos duraderos.
Es en las sinapsis, las bolsitas donde distintas neuronas se conectan,
donde se almacenan las piezas básicas de un recuerdo, las distintas notas de la
partitura de una sinfonía. Pero las moléculas que participan en la memoria se
localizan por toda la neurona, también fuera de las sinapsis. Cuando una
memoria se forma, una cascada de moléculas que se activan sucesivamente recorre
el interior de las neuronas. Al principio, ciertas sinapsis se activan durante
el aprendizaje, arrancando aquí una onda expansiva de actividades bioquímicas
que se desplaza hasta el núcleo (otra bolsa dentro de la célula que contiene el
material hereditario). Allí, ciertos genes se activan, dando paso a la
fabricación de proteínas que volverán de nuevo a las sinapsis para modular su
fuerza o incluso construir o destruir sinapsis enteras. Un verdadero “diálogo
entre sinapsis y núcleo”. Así lo describió Eric Kandel (1929- ), quien
descubrió muchas de estas moléculas, al recibir el Premio Nobel en el año 2000
[7].
Las moléculas son la tinta de la memoria. Los recuerdos se escriben a
fuerza de moléculas que envían, reciben o modulan la transmisión de mensajes
entre neuronas. Algunas moléculas empaquetan los mensajes (el neurotransmisor),
otras los reciben y convierten en impulsos nerviosos (los receptores), y otras
afinan el instrumento para que se ajuste a una determinada tonalidad. Como en
una cascada de piezas de dominó, sin embargo, la mayoría de esas moléculas, una
vez hecha su actuación, dejan de ser necesarias para que el proceso continúe.
¿De qué forma entonces unas moléculas, que por otra parte duran horas o días,
pueden almacenar recuerdos que duran toda la vida?
En 1984, Francis Crick (1916-2004), quien descubriera dos décadas antes la
estructura del ADN, propuso una posibilidad para resolver el dilema. Crick
pensó que alguna forma de actividad bioquímica que lograra permanecer tanto
tiempo como los recuerdos podría ser la base de la persistencia de la memoria.
Dos décadas más tarde, otros científicos descubrieron una molécula que no solo
cumplía el requisito de perdurar, sino que además su función era esencialmente
colocar receptores en la sinapsis y de ese modo potenciar las conexiones
neuronales [8]. Todo lo que antes habían apuntado Cajal, Hebb y Crick cuadraba.
El nombre de esa molécula es PKMζ. No se trata de un extraño Pokémon griego, sino las
siglas de una proteína llamada Proteína Kinasa M-Zeta. Una molécula que
pertenece a un tipo de proteínas, las kinasas, de las que tenemos más de 500 en
el cuerpo. PKMζ es especial
entre todas ellas porque abunda en el cerebro y porque es capaz de perdurar
durante años en las sinapsis que se activan al aprender.
Todas las
kinasas son proteínas capaces de modificar a otras proteínas. Lo hacen
añadiéndoles un pequeño trozo de molécula, como si añadieran la pieza que le
falta a un puzle. Solo que en este caso, añaden justo la pieza donde está el
botón de un interruptor, porque cuando una proteína es modificada, su
comportamiento cambia de forma radical.
En algunos casos, las proteínas se activan cuando son modificadas, como le
sucede a los receptores de neurotransmisor. Una vez modificados por la acción
de PKMζ, los receptores son entonces
transportados al lugar donde pueden ejercer su función: al interior de las
sinapsis. Y una vez allí en las sinapsis -esas bolsitas que actúan como
centrales de telefonía enviando y recibiendo mensajes entre neuronas- los
receptores son concretamente colocados en la membrana de la sinapsis. Justo el
lugar donde pueden detectar más neurotransmisor procedente de otras neuronas y
potenciar la comunicación neuronal.
En otros casos, sin embargo, el significado del interruptor está invertido,
de forma que la proteína es inactivada cuando es modificada por acción de PKMζ. Esto le sucede a otra proteína
que actúa como una grúa quitando constantemente receptores de la membrana de la
sinapsis. Estas grúas son unos verdaderos agentes del olvido que borran los
trazos de tinta con los que se escribe la memoria en el cerebro. Pero al ser
modificadas por PKMζ, estas
grúas se bloquean, como si alguien colocara un obstáculo en las ruedas del
sistema de poleas.
De esta forma, PKMζ contribuye a aumentar el número de receptores en las sinapsis de dos
formas distintas: por un lado los añade y por otro lado evita que sean
retirados. Por eso mismo, PKMζ es necesaria permanentemente para mantener la potenciación sináptica y que
la memoria persista en el tiempo.
¿Y cómo logra PKMζ perdurar? Hay una tercera proteína que es su imagen antagónica. Es una
proteína que se encarga de inhibir la producción de PKMζ. Y como en el caso anterior,
esta proteína es inhibida cuando es modificada por PKMζ. Así que una vez presente, PKMζ elimina el freno a su propia
fabricación. Así es como trasciende. Así es como puede preservar la tinta de
las trazas de memoria.
1.4 No solo una
molécula
Todo parecía
cuadrar hasta que en 2013 dos laboratorios distintos realizaron una prueba de
peso a la hipótesis de que PKMζ pudiera ser la molécula de la memoria [9]. Estos investigadores crearon
ratones sin el gen de PKMζ, eliminando así la posibilidad de producir la proteína durante el
aprendizaje. Uno esperaría que estos ratones fueran como la versión extrema de
Henry Molaison, el paciente sin memoria, incapaces de formar cualquier
recuerdo. Sin embargo, ninguno de los investigadores encontró consecuencias
sobre la retención de memorias duraderas. Aquellos ratones tenían una memoria
perfectamente normal.
Las hipótesis son barcos que navegan a través de duras tormentas. A veces
se hunden como el Titanic, pero a veces aguantan el embiste furioso de gigantes
olas e icebergs. En 2016, otro estudio descubrió una segunda molécula, muy
parecida a PKMζ, que se
produce cuando el gen de esta última es eliminado y que es capaz de sustituir
su función. El barco aguantó esta vez, pero los científicos llegaron a una
conclusión: PKMζ no es toda
la tinta de la memoria. PKMζ no es el solista que protagoniza la sinfonía ni la única molécula que
escribe las notas en el pentagrama de la memoria. PKMζ es parte de un gran sistema de moléculas capaces de
retener los cambios en la comunicación neuronal que sostienen los recuerdos
duraderos [10].
Hay al menos otras dos moléculas necesarias para formar memoria y que
también logran mantener una actividad persistente más allá de lo convencional.
Y con todo, ni siquiera estas cuatro moléculas actúan en solitario. Están todas
ellas inmersas en una red de decenas de moléculas que rellenan las sinapsis
como la tinta que escribe las notas de la partitura, grabando la sinfonía del
lejano pero vivo recuerdo del primer beso. Un sistema de moléculas que, dentro
de otro sistema de miles de neuronas esparcidas por el cerebro, comienzan a
vibrar y embelesarse muy pronto tras el primer contacto de labios. Labios que
se funden, se acarician, que se atraen y empujan como las moléculas que en el
cerebro interactúan y danzan. Un diálogo amoroso que inspira al hipocampo, un
compositor escondido en un lugar recóndito del cerebro, a escribir la música de
otro diálogo emocionante, vibrante, vital. Un diálogo hecho de diálogos de
lenguas hechas de carne y neuronas hechas de moléculas hechas de átomos que
recorren su interior como cascadas de dominó. Un diálogo de chispas que saltan
entre centenares de neuronas que se afinan y sincronizan a un mismo tempo y
tono, dentro de una orquesta que reproduce y que graba la obra musical que
nunca podrán olvidar ninguno de los protagonistas.
1.5 Preguntas abiertas
Queda mucho por
conocer sobre las bases biológicas de la memoria, así como de la reparación de
la memoria en condiciones subóptimas.
¿De qué forma compone el hipocampo las memorias? ¿Es el único compositor en
la orquesta del cerebro? Recientemente, tras la muerte de Henry Molaison, se
han hecho estudios detallados de su cerebro, encontrando lesiones en otros
lugares además del hipocampo [11]. En cualquier caso, sigue siendo un misterio
cómo las memorias episódicas dejan de necesitar esta región cuando se hacen
longevas.
También sabemos que hay distintos tipos de memorias. El propio Molaison
tenía defectos en memorias episódicas, pero podía aprender tareas motoras.
¿Participan las mismas moléculas en memorias no declarativas?
A nivel molecular, el cuadro es todavía incompleto. ¿Cuántas moléculas
hacen falta para construir un recuerdo? ¿Cuántas son suficientes? ¿Qué genes se
expresan y qué proteínas deben fabricarse para inscribir una memoria a largo
plazo?
Las moléculas persistentes, PKMζ y las demás, deben tener algún freno. De lo contrario
las múltiples memorias que vamos adquiriendo con la vida acabarían saturando
las sinapsis del cerebro. ¿Cómo se evita que esto ocurra?
¿Qué papel tiene la formación o la eliminación de sinapsis (cambios estructurales)
respecto a la potenciación o debilitamiento de las sinapsis existentes (cambios
funcionales)? ¿Es este equilibrio igual en todos los tipos de memoria y zonas
del cerebro? ¿Qué papel exacto juega la potenciación respecto al debilitamiento
de las conexiones sinápticas? ¿Y qué aspectos concretos de una memoria son
almacenados por una sinapsis individual?
¿Cuántas redes neuronales codifican un recuerdo? ¿Hay redundancia, o cada
red neuronal codifica un recuerdo? ¿Cuántos recuerdos puede una neurona almacenar?
¿Cuántas neuronas hacen falta para codificar un recuerdo?
Sabemos que en el cerebro hay muchos tipos de neuronas, que se distinguen,
entre otras características, por el neurotransmisor o combinación de
neurotransmisores que emplean (excitadoras, inhibidoras, etc.), por la longitud
de sus proyecciones y por la zona del cerebro donde se encuentran. ¿Qué tipos
de neuronas son necesarias para formar una memoria? ¿Cómo contribuye y qué
almacena cada una de esas clases? ¿Qué papel desempeñan las nuevas neuronas que
continuamente se forman en el hipocampo? ¿Y qué funciones tienen otros tipos de
células no neuronales, como la glía?
¿Cuánto dura en realidad una memoria? Algunos estudios recientes en ratón
sugieren que algunos traumas aprendidos podrían transmitirse de una generación
a otra. ¿Sucede esto de forma general, en otros tipos de memorias y en otras
especies? Curiosamente, Richard Wolfgang Semon, el primero en hablar de la
traza de memoria, fue un acérrimo defensor del Lamarckismo (la herencia de los
caracteres adquiridos), e incluso pensaba que las memorias podían heredarse.
¿Cómo envejecen las memorias? ¿Permanecen intactas o van transformándose en
el tiempo? La analogía del cerebro como un DVD que graba y reproduce los
recuerdos no es del todo precisa: sabemos que la memoria tiene una escasa
fidelidad. ¿Qué es entonces lo que persiste y cómo sucede ese proceso de
transformación con el tiempo?
¿Cómo funciona el proceso de recordar? ¿Participan en él las mismas
moléculas y mecanismos cerebrales que en la adquisición de memorias? Se sabe
que durante la reactivación de los recuerdos tiene lugar un proceso llamado
reconsolidación que permite modificar el contenido de los recuerdos [12], ¿cómo
influye el proceso de recordar en la persistencia de la memoria? ¿Puede
intervenirse en el momento de recordar una memoria para eliminar recuerdos
traumáticos? ¿O para potenciar la persistencia de recuerdos que desaparecen,
como ocurre en enfermedades neurodegenerativas?
Para que una memoria persista, tiene que resistir al olvido. ¿Cómo funciona
este proceso? ¿Qué mecanismos cerebrales son responsables? ¿Puede frenarse el
olvido para evitar la pérdida de memoria que ocurre con la edad, o acelerarse
para borrar traumas? Hay niños y niñas con discapacidades intelectuales
congénitas causadas por alteraciones en las moléculas que escriben en el
cerebro la memoria a largo plazo. ¿Será posible algún día potenciar la memoria
y el aprendizaje en un contexto educativo de una forma socialmente justa y que
atienda a la vez a la diversidad de necesidades educativas?
¿Qué papel exacto tiene el sueño? Sabemos que el descanso es importante
para formar memorias [13]. Algo que, años antes de que ningún científico lo
describiera, el escritor Jorge Luis Borges (1899-1986) plasmó virtuosamente en
el cuento “Funes el Memorioso” – una metáfora del insomnio que el autor
padecía. El protagonista del cuento, Ireneo Funes, tenía una memoria
portentosa. No era capaz de olvidar nada, todo lo recordaba. “Más recuerdos
tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es
mundo”, así describía el protagonista su capacidad. Pero al contrario de lo que
uno pudiera sospechar, lejos de un don aquello se reveló como un auténtico
calvario. No dormía bien y los recuerdos dolorosos lo martirizaban. “Mi memoria
es como vaciadero de basuras”, decía Funes. Todo detalle insignificante quedaba
impregnado en su memoria. Incapaz de desechar detalles superfluos, Ireneo era
incapaz de entender el mundo porque no podía generalizar. No podía, por
ejemplo, saber si el mismo perro que había visto horas antes de perfil era el
mismo perro que ahora veía de frente, porque ambas imágenes no coincidían
exactamente. Quizá su calvario tuvo una única recompensa: la de guardar
celosamente un recuerdo nítido, cristalino y puro, seguramente el más vívido
jamás experimentado, de aquello con lo que todos soñamos de vez en cuando: el
primer beso.
Bibliografía:
[1] E. D. Roberson and J. D. Sweatt, “A biochemical
blueprint for long-term memory,” Learn.Mem., vol. 6, no. 1072–0502, pp.
381–388, Jul. 1999.
[2] P. Pietikäinen, Alchemists of human nature :
psychological utopianism in Gross, Jung, Reich, and Fromm. Pickering &
Chatto, 2007.
[3] Rodrigo Quian Quiroga, Borges y la memoria. EDITORIAL
SUDAMERICANA, 2012.
[4] R. G. Morris, “Elements of a neurobiological
theory of hippocampal function: the role of synaptic plasticity, synaptic
tagging and schemas,” Eur.J.Neurosci., vol. 23, no. 0953–816X, pp.
2829–2846, Jun. 2006.
[5] B. Milner, L. R. Squire, and E. R. Kandel,
“Cognitive neuroscience and the study of memory,” Neuron, vol. 20, no.
0896–6273, pp. 445–468, Mar. 1998.
[6] D. O. Hebb, The Organization of Behavior.
New York: Wiley, 1949.
[7] E. R. Kandel, “The molecular biology of memory
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294, no. 5544, pp. 1030–1038, Nov. 2001.
[8] T. C. Sacktor, “How does PKMζ
maintain long-term memory?,” Nat. Rev. Neurosci., vol. 12, no. 1, pp.
9–15, Jan. 2011.
[9] R. G. Morris, “Forget me not.,” Elife, vol.
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[10] P. W. Frankland and S. A. Josselyn,
“Neuroscience: Memory and the single molecule.,” Nature, vol. 493, no.
7432, pp. 312–3, Jan. 2013.
[11] J. Annese, N. M. Schenker-Ahmed, H. Bartsch, P.
Maechler, C. Sheh, N. Thomas, J. Kayano, A. Ghatan, N. Bresler, M. P. Frosch,
R. Klaming, and S. Corkin, “Postmortem examination of patient H.M.’s brain
based on histological sectioning and digital 3D reconstruction.,” Nat.
Commun., vol. 5, p. 3122, 2014.
[12] Y. Dudai, “The restless engram: consolidations
never end.,” Annu. Rev. Neurosci., vol. 35, pp. 227–47, 2012.
[13] R. Stickgold and M. P.
Walker, “Sleep-dependent memory triage: evolving generalization through
selective processing,” Nat. Neurosci., vol. 16, no. 2, pp. 139–145, Jan. 2013.
José Viosca Ros
Doctor en Neurociencias
Comunicador Científico